La debilidad en que me había sumido mi catarro norteamericano podría haberme arruinado ese día frío pero de luz espléndida que teníamos por delante. No era, sin embargo, cuestión de quedarse en la cama, así que decidimos alterar algo nuestro plan y visitar alguno de los grandes museos de la ciudad en lugar de caminar por sus calles. De ese modo, estaría resguardado del frío mientras satisfacíamos nuestra curiosidad cultural.
Y elegimos el Museo de Ciencia e Industria.
La forma más directa que encontramos para acercarnos hasta el museo desde nuestro hotel en el Loop, fue tomar la línea verde del metro (trenes L) en Adams-Wabbash y, dirección sur, llegar hasta Garfield. Una vez allí debíamos tomar un autobús que, sin coste adicional, nos llevaría al museo.
Con la sensación de que acabaría con las rodillas en el suelo arrastraba mi cuerpo por la avenida Wabbash hasta la estación. Era domingo por la mañana y apenas había tráfico y gente por las calles, salvo barrenderos y recepcionistas de hotel, alguno de estos últimos en manga corta, a pesar del frío viento que barría la ciudad, ese viento residente que te despierta y mantiene despejado y activo, especialmente a Mich, cuyo particular termostato biológico le impide sufrir una incómoda sensación de frío en la medida en que la mayoría de los mortales podría padecerla, un desajuste favorable que le ayuda a soportar en mejores condiciones los rigores del crudo invierno. Eso le permite, por ejemplo, admirar durante un buen rato, y a temperaturas gélidas, los expendedores de prensa gratuita que se pueden encontrar en muchos puntos de la ciudad y que siempre le han fascinado. Se detiene ante el primero de una larga fila (siempre hay bastantes de ellos juntos, como los champiñones, pero diferentes unos de otros) y lo inspecciona; sigue con el siguiente y repite la misma operación hasta que acaba con los 10 ó 12 que pueda haber en el grupo. En alguna ocasión me pareció que incluso hablaba con ellos.