Es conocido que el concepto de rascacielos y de verticalidad en la construcción nació en Chicago a finales del siglo XIX, después de que el gran incendio de 1871 asolara la ciudad. Desde entonces, los más prestigiosos arquitectos han compuesto la sinfonía geométrica que hoy es esa gran urbe.
Uno de los elementos más notables de ese conjunto arquitectónico es, sin duda, la torre Sears, hoy Willis Tower, el edificio más alto de América (y hasta 1998 el más alto del mundo), y lo es no sólo por su altura, también por su oscura elegancia, que domina la ciudad, y por ofrecer uno de los espectáculos verticales más asombrosos de la misma.
Torre Sears (hoy Willis Tower) desde el John Hancock Observatory
Willis Tower desde el río Chicago
Con nuestra Go Chicago card franqueamos la puerta giratoria de entrada a ese enorme rascacielos y nos encontramos con una multitud heterogénea en el vestíbulo, esperando el turno para adquirir el ticket de entrada. Niños ruidosos, jubilados, personas de todas las edades, la gran mayoría norteamericanos, y algunos orientales formaban una cola que serpenteaba en dirección a las taquillas con movimiento peristáltico. Gracias a nuestra tarjeta Go Chicago pudimos situarnos en una cola rápida y obtener nuestros tickets de forma inmediata, lo que supone una ganancia notable de tiempo. Eso sí, la visita gratuita a que da derecho la tarjeta debe realizarse antes de las 5,30 de la tarde, por lo que la impresionante vista nocturna desde el Skydeck se paga de todas formas.
La subida al Skydeck dura justo un minuto y está convenientemente teatralizada con imágenes y palabras, de forma que, a punto de alcanzar la altura máxima, uno puede llegar a tener la sensación de que va a ser propulsado al espacio sin el atavío adecuado. Cuando el ascensor se detuvo en la planta 103, y antes de abrir sus puertas, llegué a oír un coro de suspiros ahogados.
Skyline desde el Skydeck de la Willis Tower, mirando hacia el noreste
Nada más salir del ascensor, instintivamente fui buscando el lugar desde donde sentir la ciudad por debajo de mis pies, lo cual no resultó fácil por la cantidad de gente que iba buscando lo mismo que yo. Parecía que casi todo el mundo observaba un acuerdo tácito que consistía en seguir los pasos de quienes llegaban justo antes. Quienen nos precedían, una numerosísima familia hindú o pakistaní, vestidas con largos saris ellas y con trajes color vino tinto ellos, estaban encantados de encontrarse allí, no paraban de hacerse fotos, por turnos, y no parecía que fueran a abandonar ningún rincón sin antes haberle sacado todo el jugo y el juego posibles. Al menor intento de hacerte con un hueco respondían cubriéndolo con la eficacia de un defensa central internacional, eso sí, con una sonrisa de al menos un palmo.
Agotados por la brega, dimos una vuelta por la segunda línea de ventanal y echamos un vistazo al merchandise, un numerosísimo conjunto de objetos, la mayoría de dudoso interés: desde libros de fotos de la obra de Frank Lloyd Wright y de la vida y milagros de Al Capone hasta una gorra de los Chicago Cubs, pasando por llaveros y otros sin definir que podrían encontrarse en cualquier chollo a un precio no tan disuasorio.
Pero no estábamos allí para comprar nada, sino para mirar la ciudad desde ese observatorio tan privilegiado, de modo que había que intentar aprovechar cualquier hueco que pudieramos encontrar, por encima de acuerdos tácitos, con la autoridad moral de quien lleva ya un buen rato allí, de modo que aprovechamos un despiste de un aseado matrimonio norteamericano de la tercera edad para comenzar a disfrutar de las fabulosas vistas en un día tan soleado como aquél.
Vista del Campo de los Museos y del lago Michgan desde el Skydeck
Y lo que se ve desde allí impresiona. Hacia el sur, la ciudad se extiende a lo largo de una inmensa llanura moteada de bajos edificios industriales y vegetación, y altos edificios residenciales forman varias líneas paralelas al lago. Los vehículos, que forman largas filas en las principales arterias de comunicacion, vistos desde arriba parece que circulen lentamente, como una sangre densa y gris bombeada desde el corazón de la ciudad. Moviéndonos en sentido contrario a las agujas del reloj, y dirigiendo la vista hacia el sureste, la escasa densidad de edificios en altura nos permite disfrutar del intenso azul del lago y del verde de los parques cercanos al mismo.
Siguiendo por el este, comienza la orgia de chuzos de punta que se concentran en el downtown, decenas de amenazantes estalagmitas de acero y cristal, pugnando por ser más altos y más fuertes que los demás.
Mirando hacia el norte la ciudad pierde altura y se difumina en la línea del horizonte. Apoyado contra el cristal protector imaginé en algún lugar de esta infinita llanura a los indios potawatomis, los que hacen el fuego y lo mantienen, y me pregunto si el espíritu de su gran creador, Manidowkama, tendría algo que ver con el gran incendio de 1871.
Vista desde el Skydeck, mirando hacia el noreste
Vista desde el Skydeck, mirando hacia el norte
En la parte oeste del Skydeck se encuentra uno de los principales atractivos del rascacielos, the Ledge, tres cajas de cristal desde las que se tiene la sensación de estar suspendido en el vacío a más de 412 metros de altura, siempre y cuando los chafarrinones que dejan los cientos de niños que allí se ponen a jugar lo permiten. Con chafarrinones o sin ellos, uno se lo piensa mucho antes de entrar en la caja de cristal y, una vez dentro, la pregunta de si aguantará el peso de todos lo presentes no te abandona.
Adivina cuáles son mis pies
Aumentando con el zoom la tercera fotografía de esta entrada, se pueden observar las cajas de cristal en lo alto de la torre.
Antes de dar por concluida nuestra visita al Skydeck recorrimos con la vista la pared circular que rodea el eje del edificio, donde se puede obtener información acerca de los personajes más notables de la ciudad.
La salida de la Willis Tower se produce de forma algo más fluida que la entrada, aunque hay que guardar cola para tomar el ascensor. Durante el minuto escaso de bajada, es muy probable sentir una especie de convulsión de los fluidos corporales y eso se percibe especialmente en la cabeza. Segundos antes de 'aterrizar', noté una fuerte presión en la región cervical que casi hizo que me tambaleara. Instintivamente, giré la cabeza hacia la cara del ascensor opuesta a la puerta y un sujeto con sombrero y gabardina, con aspecto de Frank Sinatra venido a menos, calentaba mi cuello con su aliento, que olía ligeramente a tabaco negro.