A las diez de nuestra primera noche en la ciudad estábamos exhaustos: era hora de regresar al hotel y tirarse a la cama. Arrastrando los pies y con la deep dish pizza aporreando las paredes del estómago desanduvimos el camino desde la pizzería hasta Michigan Avenue, y desde allí hasta el hotel.
A pesar de que era noche cerrada, la luz en el cielo me parecía crepuscular, no sé si debido a las luces de la ciudad, al estado de mis facultades perceptivas, o a ambas cosas. El paseo de vuelta discurría despacio y las cosas las percibía algo distorsionadas, como si estuviera narcotizado. La avenida Michigan me pareció tan limpia de noche como de día (no pude evitar compararla con la calle Fuencarral y sus contenedores rebosantes en un sábado por la noche) y los escaparates de ese magnífico tramo de avenida, llamada con acierto 'Magnificent Mile', relucían como los chorros del oro.
Puede que los ojos me hicieran chiribitas, no me habría extrañado. Sí recuerdo la forma de detenerme en los detalles, aun sin intervención de mi voluntad: el tiempo se dilataba cada vez que algo atrapaba mi atención. Pero ese estado cuasi místico no era una experiencia religiosa, ni se debía a una ingesta excesiva de alcohol, ni a haber fumado (yo no fumo) ni tampoco creo que estuviera inducido por la deep dish pizza Chicago style, que empezaba a notarla como un engrudo en mi estómago. Era, probablemente, 'jet lag'.
En ese estado, que a cualquier efecto penal podría considerarse un atenuante, pude disfrutar por primera vez de la cara nocturna de la ciudad, que abría paso, majestuosa, a un pequeño río reflectante. Durante unos minutos estuve asomado al río desde una barandilla, al lado del edificio Wrigley, y el resplandor frío hacía que todo pareciera más brillante.
Un poco más despejado y con la cara casi helada entré en el vestíbulo del Hard Rock Hotel, quizás atraído por el dorado de sus paredes. Sonaba 'Time', de Pink Floyd. Me quedé recostado un rato contra la pared, notando su frialdad en mi coronilla, cuando vi salir por la puerta de la cafetería al tipo de la gabardina con aspecto de Frank Sinatra venido a menos. Unos barrenderos mantenían inmaculadas las aceras de la avenida que, a esta hora, poblaban unos pocos mendigos dispersos, los cuales, educadamente, pedían alguna moneda con un café caliente de Starbucks entre las manos. Quedaban pocos metros para llegar a 'casa'.