A las 6 de la mañana del tercer día una sensación de ahogo me despertó. La garganta me ardía, un orificio nasal goteaba como un grifo viejo y el otro estaba completamente atorado, los oídos me zumbaban, el malestar general me impedía moverme y el aturdimiento me hizo dudar si me encontraba en el hotel o en un hospital. ¿Me había atropellado un camión y acababa de salir de un coma?.
Postrado y sin fuerza para levantarme, multitud de imágenes de los días anteriores, en particular las de una hormigonera con los colores del Atlético de Madrid que Mich había estado fotografiando el día anterior con la curiosidad y oficio de un reportero del National Geographic, aparecían y desaparecían rítmicamente de mi cabeza, que no paraba de darme vueltas. ¿Me había caído por accidente dentro de esa hormigonera?.
No. Había agarrado un resfriado, un resfriado norteamericano.
Con la vitalidad de una venda me arrastré hasta el baño para entrar en contacto con la situación. El espejo me devolvió la imagen de algo con aspecto indefinido, mezcla de rodaballo y patata cocida, con una expresión de pena remarcada por una hilera de pelos insumisos. Ese día habíamos pensado llenarlo de actividad, pero ¿a dónde iba yo de esa guisa?. Duchado y bien nutrido (ni una enfermedad es capaz de paliar el buffeterismo), salí del hotel casi temblando en dirección a la farmacia más próxima y en la pared de un emblemático edificio de la avenida Michigan pude leer la palabra 'Pharmacy' en grandes letras.
Franqueé la puerta giratoria (allí hay infinidad de 'revolving doors') de lo que yo suponía que iba a ser una farmacia al uso (más grande, pero farmacia a fin de cuentas) y entré en otro mundo. La imagen de una hilera de cajas atendidas por personas de todas las razas, a excepción de la blanca, que se afanaban por despachar a las filas de clientes a buen ritmo, y de decenas de filas de estanterías que formaban otros tantos pasillos, dispuestas como en el Carrefour, me hizo pensar que me había confundido de puerta y había entrado en un supermercado. Pregunté a una cajera de piel cobriza que dónde estaba la farmacia y, con cara de 'bromea o qué', me dijo que estaba en ella. No habría tenido dificultad en creerla si las estanterías más cercanas a las cajas no hubieran estado pobladas, entre otras cosas, de chanclas de dedo, postales, zapatillas de casa, miniaturas de la torre Sears y calcetines baratos de los White Sox, un equipo de béisbol local.
A medida que me perdía entre las estanterías iba descubriendo objetos que nada tenían que ver con los fármacos y aumentaba en mí la sensación de encontrarme en un chollo cualquiera, mucho más espacioso, eso sí. Cuando ya había terminado de ver los distintos tipos de cinta aislante, asalté a un vigilante de dos metros y unos 200 kilos de peso y, apuntando con el dedo índice a mi nariz, que goteaba sin parar, le supliqué que me indicara dónde podía conseguir algo para el resfriado. Me acompañó hasta una zona del local donde se exhibía todo un arsenal de analgésicos, antigripales, laxantes, antidiarreicos, antihipertensivos, complejos vitamínicos, suplementos alimenticios..., de muy distintas marcas, tamaños, colores y precios. Después de sopesar seriamente las ventajas e inconvenientes de cada antigripal me decidí por unas pastillas grandes, de un color rojo radiactivo y transparentes, quizás por lo llamativo de las mismas y porque, en ese momento, una señora que pasaba por allí, cuya nariz lucía aún más roja que la mía, aprobó mi elección levantando uno de sus pulgares.
Me puse en la cola que atendía la cajera de piel cobriza y mi aturdida atención fue captada por las cosas que quien me antecedía, un latino de mediana edad que vestía pantalones chinos, una camiseta azul de manga corta y una gorra de los Cubs, otro equipo de béisbol de Chicago, había comprado: una botella de agua pequeña, una tarjeta para el transporte público de la ciudad, dos manzanas y un plátano. Con el deseo de que los efectos del fármaco recién adquirido fueran los de un frenadol norteamericano, nada más salir de la farmacia ingerí mi primera cápsula a palo seco sin reparar en el tamaño de la misma, similar al de un huevo de codorniz. En la calle, la sensación de haberme tragado una canica me desazonó hasta el punto de decirle a Mich que me rodeara con los brazos por detrás y apretara fuerte para expulsarla, como había visto alguna vez en algún sitio, pero temí un asalto policial por ello y desistí. Por suerte, la canica fue bajando poco a poco hasta el gua.