La pequeña adversidad que uno encuentra al hacer uso de los trenes CTA aparece cuando hay que comprar el billete. Suele haber un empleado de la compañía, normalmente una negraza bien nutrida, en alguna cabina, que te remitirá a la máquina expendedora de billetes para adquirirlo. El inglés poco engrasado no ayuda y mejor engrasado no mucho, pero no hay que encogerse, la gente suele ser amable. Un viaje sencillo con destino a cualquier otra estación de la red cuesta 2,25 dólares. También existen ‘cards’ para un día completo ('day fun pass') o para más, que vienen estupendamente si se va a tomar el metro y autobús (vale para ambos) aunque sólo sea tres o cuatro veces al día, y que se pueden adquirir, entre otros, en sitios de cambio de moneda que además ofrecen múltiples servicios, reconocibles por un luminoso que dice ‘Currency Exchange’. También en farmacias (si, en farmacias).
El pago en las máquinas expendedoras de las estaciones se puede efectuar en metálico o con tarjeta. En caso de pagar con billetes, la máquina emite una ‘transit card’ válida para tantos viajes cuantos resulten de dividir el valor del billete por 2,25. El problema es que no devuelve cambio, es decir, si introduces un billete de 10 dólares y eliges billete normal, te da una ‘card’ válida para 4 viajes y el dólar que sobra se lo queda. Autopropina.
Las estaciones del CTA pueden decepcionar un poco si se comparan con las de nuestro metro (me refiero al metro de Madrid, que es el que mejor conozco), sobre todo al principio, aunque con los días uno va entendiendo su función y su estética en el contexto urbano. La gran mayoría son superficiales, excepto algunas en el downtown, y son un ejemplo de economía ferroviaria: en la misma estación las distintas líneas que pueden pasar por ella utilizan las mismas vías, lo que exige, supongo, una buena labor de coordinación del tráfico. Su aspecto es algo descuidado, aunque no sucio, un poco sórdido sin llegar a ser inquietante, viejos homeless dignos y fuertes que muestran sin reparo sus saludables tripas metálicas. Tienen algo de fascinante y literario, un glamour herrumbroso que desaparecería con una mano de pintura. Volveré a hablar de ellas.
Con nuestra 'transit card' de 4 viajes franqueamos el torniquete y tomamos el tren hacia nuestro hotel, en Monroe St. Un mejicano de unos 35 años me dijo 'can I help you?' al verme desplegar el mapa. Cuando vio que era un folleto en español, me ofreció amable conversación durante el trayecto, que incluía información sobre la ciudad y sobre sí mismo: trabajaba de 'mesero' en un restaurante del aeropuerto, vivía con su familia desde hacía 20 años en Chicago y tenía muchas ganas de conocer España, la madre patria, porque había oído que era muy linda. Me explicó la diferencia que existe entre mesero y barman y me preguntó que cómo se llamaba en España a los meseros; camareros, le dije. Cuando me preguntó que como llamábamos aquí a los barmen le dije que camareros también y me miró algo incrédulo. Al bajarse tuve la agradable sensación que produce la amabilidad sincera de un extraño, y en Chicago eso ocurre con frecuencia: si despliegas el mapa de la ciudad o miras la guía durante unos momentos alguien se te acabará acercando y te dirá 'can I help you?'. Haz la prueba y verás, cuando tengas la ocasión.
El paso del tren por los suburbios y el trajín de la gente que subía y bajaba en cada estación componían un hipnótico timelapse, una sucesión de fotogramas de la vida de una gran ciudad, que son muchas ciudades, en un día luminoso. Nos acercábamos a nuestro hotel cansados y excitados porque el día acababa de empezar de nuevo.